Mi viejo era un ferviente lector de novelitas de cowboy las cuales intercambiaba con el talabartero de la esquina opuesta a la nuestra.
En un ambiente inundado de música clásica Don Enrique Kaenel, el talabartero, trabajaba y era muy singular a la hora del intercambio: Tomaba las novelas que le alcanzaba y procedía a buscar de un antiquísimo mueble un libraco inmenso de esos de contabilidad donde figuraba el haber y debe y en él revisaba atentamente sus anotaciones. Si al libro lo había leído ya, olvídate, no lo quería. Yo. de manera opuesta. agarraba lo que me daba sin chistar.
Mientras tanto me decía: - ¿Sabes lo que estás escuchando? Y yo no, ni idea. Entonces me contaba: este es Johann Sebastian Bach, Otro día Ludwig van Beethoven, y así empecé a conocer algo de esa música que me era tan intrigante y ajena pues en casa se oían tangos y folklore.
Con el tiempo fui aprendiendo que Bach era más picantecito, Mozart rápido y Beethoven mas melodioso. Eso al menos creía yo.
La radio era muy, pero muy antigua. De madera con cuatro grandes y redondos botones de volumen, agudos, graves y una para navegar el dial. Siempre lustrada e impecable y a la altura del parlante que se encontraba por debajo había un paño como para proteger al sonoro elemento que nos daba una perfecta fidelidad.
Un día don Enrique estaba atendiendo a un señor que le había traído una montura de potro para reparar y me dijo. Esperame Gochi ya hacemos el intercambio.
Mientras los señores acordaban detalles del cuero que usarían el precio y otros menesteres, curioso, levanté la tela para ver qué tipo de parlante producía semejante calidad de sonido y grande fue mi sorpresa al ver que ahí detrás estaba una TÓNOMAC SÚPER PLATINO con su planisferio de usos horarios y su ruedita, impecable.
Creo que me vio, pero jamás comentamos sobre el tema. Semana a semana se tornaron más didácticas las escuchas, pero de la radio no se habló jamás y así estuvo bien.